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Chile, un país infeliz

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Hace unos días, refiriéndome a una compañerita bien buenamoza que hay en mi trabajo, dije “quién fuera insomnio, para darle todas las noches”. Obviamente ella no estaba ahí. Soy desubicado, pero nunca tanto. Mis colegas presentes en ese momento (solo hombres criados con VHSs de Los Atletas de la Risa y programas culturales como Las Gatitas de Porcel o Rompeportones), rieron de buena gana, mas uno de ellos (más loléin, nacido en este milenio y para más recachas, venezolano), nos dijo “oye, que son infelices”. Mis colegas, en un acto de “sororidad masculina” para conmigo, le respondieron al unísono con un escolar y agudo “uuuuuuuuuyyyyyyy”. El chamo lanzó un suspiro, movió la cabeza a ambos lados, se puso los audífonos, dio play a Charle Zaa y se dio la mediavuelta. Mientras los demás seguían alabando los atributos físicos de la chiquilla buenamoza, yo me quedé pensando en la frase del muchacho de en extremo apitillados jeans: “oye, que son infelices”.

Hace unos días, apareció un estudio que nos situaba como el cuarto país más infeliz del orbe. Me preocupé mucho, porque, como miembro del gremio informal de los pelusones que todo lugar de trabajo tiene, sentí que estaba al debe. ¿No estaba en sintonía con el humor de hoy? ¿Era aún insuficiente la cantidad de tallas por hora que estaba profiriendo? ¿Tendría que aprender Paint para así incursionar de lleno en el mundo del meme? ¿Debía dar un giro hacia un humor inclusivo, plurinacional y no binario? ¿Debía inventarle nuevos nombres al pene? Ese espiral de preguntas que pasaba por mi cabeza de arriba, me hizo llegar al siguiente diagnóstico: creía que lo estaba haciendo bien, pero claramente no. Mi país es infeliz.

Decidí tomar cartas en el asunto (“el asunto”, buen sinónimo para el pene. Lo anotaré). Me puse a trajinar las rumas de VCDs que tengo apiladas en el mueble de la tele y fue ahí donde encontré la inspiración. Me hice unas Crackelets con paté y, mientras me bajaba una malta Morenita de litro, revisité un clásico del humor, el optimismo y la alegría universal: Patch Adams, con Robin Williams, que Dios lo tenga en su santo reino.

Seré sincero. ¡Puta la película fome! Me reí más con la rutina de Jani Dueñas. La parte más entretenida fue cuando me dormí y soñé que carreteaba con Zalo Reyes y Don Carter. Pero cuando desperté, reflexioné. Si todo el mundo la encuentra buena y yo como chileno no, tal vez el problema soy yo. Por ende, los chilenos. Y por doble ende, tal vez es esa incapacidad de conectar con el humor que hace feliz al resto de las naciones, lo que nos hace ser un país infeliz.

Trajiné la pieza de los cabros chicos, y entremedio de Paws Patrol, pokemones, legos y frascos con esa cagá de slime, encontré una nariz de payaso. Estaba decidido a remecer a mis compañeros de trabajo. ¡Prepárense, mierdas! Los voy a hacer felices.

Al otro día llegué a la pega. Como casi nunca (salvo cuando entregan las cajas de fin de año) había asistencia completa. Yo estaba con el tremendo nervio (sí, otro sinónimo para el pene, pero trillado), porque estaban con la cara particularmente larga, más larga que un 18 sin plata. Esperé a que terminaran de desayunar, de leer LUN, de ver Facebook, de leer el horóscopo y de organizar la pichanga de la noche contra los de Adquisiciones. El clima estaba difícil, porque esos weones siempre nos meten la pelota en la raja. Pero pensé en Patch Adams, en su legado y en la falta de felicidad de mi Chile querido. Suspiré, me armé de valor, desde el bolsillo saqué la nariz de payaso, y me la puse. Di un violento salto, saqué mi mejor voz de payaso y grité a todo pulmón “¡Hoy es un día feliiiiiiiiiiiz!”. Recurrí al humor gestual, sano y universal… pero nada. Hice mis mejores morisquetas, intenté hacer un perrito con globos, un truco con cartas, pero de puro nervioso, no me resultó nada. Fue un soberano fiasco. Hice el ridículo. RI-DÍ-CU-LO. Todos me miraban con cara de pico. El único cagado de la risa, era el venezolano.

Destrozado, me senté en mi cubículo. Me puse los audífonos y no pesqué a nadie. Me dio lo mismo que me pelaran. No me importó, total, lo había intentado. Quise hacer un poquito más feliz a mi país, pero no lo logré. Estuve cabizbajo toda la mañana. Me cundió más que la chucha, es cierto, pero el ambiente estaba más fome que nunca. Me deprimí. Sentí que probablemente Chile ya ocupaba el tercer o segundo puesto en ese infame ranking.

Pasó la mañana y cuando ya el tercer Nescafé Dolca me empezó a hacer efecto, fui al baño. Cerré la puerta y cuando estaba a punto de sacar el celular para amenizar el parto, me fijé que en la muralla del baño, al final de la lista del ya clásico “Póngale nombre al pico”, alguien había agregado una nueva denominación para el miembro: “el Patch Adams de carne”. Puta que me reí.

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